De cómo el capitalismo nos arrebató lo que casi fue nuestra
cultura
Alguna vez fuimos de maíz
José Roberto Duque
Tracción de sangre
Especie de complemento de aquel otro artículo:
Puerde leerse también en la revista Épale Ccs Nro 31 http://www.ciudadccs.org.ve/?cat=430
A finales de 2011 visité el Complejo Agroindustrial José
Inacio Abreu e Lima, allá en Anzoátegui. Trabajaba entonces para el Instituto
Nacional de Desarrollo Rural, y se suponía que había buenas noticias para
difundir; por ejemplo, que estaban por cosecharse las primeras 12 mil hectáreas
de soya, una leguminosa que no es de por estos lados (tranquilos: el mango y el
arroz tampoco lo son y la gente los cree o los considera autóctonos, nomás
porque caen bien). Bastante se ha hablado sobre la devastación de los frágiles
suelos de la mesa de Guanipa. También sobre el dato insólito de que en pocos
años ya no serán 12 mil sino 32 mil las hectáreas de soya por sembrar (por
cierto que le conté esto a un brasileño, y el hombre, después de mirarme con
lástima, se me rió en la cara: en su país ya rebasaron el millón de hectáreas
de sembradíos). Así que, morboso y malintencionado como me criaron, comencé a
fijarme en otra dimensión del fenómeno: el dato sociocultural adjunto al hecho
económico-productivo. Como es de esperarse, en ese complejísimo complejo
trabajan personas que, en su mayoría, viven cerca de las instalaciones. Muchas
de esas personas pertenecen a la etnia Kariña, y uno las ve allí desempeñando
labores de vigilancia, limpieza; algunos son operadores de maquinaria. Allí
están, orgullosos de sus uniformes, de sus carnets, de sus radios transmisores;
agradecidos por su sueldo y sus cestatiquets. Muchos no hacen en todo el día
más que mirar la inmensidad en busca de alguna eventualidad que casi nunca se
produce, y eso está bien: de alguna manera hay que pagarles a los pueblos
originarios el genocidio de siglos. El momento culminante de la observación
sobreviene cuando uno de los compañeros del complejo me informa, todavía más
orgulloso que los hermanos kariña, que en esos días unos técnicos del
Ministerio de Agricultura y Tierras iban a comenzar a dictar en las comunidades
cercanas un taller de cultivo de yuca. Había que hacer una nota de prensa sobre
eso.
Los chistes, cuando son malos, hay que explicarlos. Y este chiste es
espantosamente cruel, amargo, repulsivo, desesperadamente grave: muy rejodida
tiene que haber quedado una cultura; muy desmoralizado y neutralizado tiene que
estar un pueblo; muy hondo tiene que estar sepultado el cadáver de un país,
para que hayamos llegado al punto en que unos técnicos caraqueños les enseñen a
los inventores del casabe cómo se siembra y se cosecha una mata de yuca.
Hablando de yuca
Ese caso es actual y es una muestra microscópica, una maqueta
muy pequeña, de cómo nos enyucó el capitalismo como pueblo y como cultura,
hasta llegar al momento inaceptable, triste y miserable en que un hijo de la
gran puta, el segundo hombre más multimillonario de Venezuela, genere pánico y
desasosiego con sólo dar la orden de no distribuir en los puntos de venta la
harina pan. Explicación del chiste: un coñoemadre que en su perra vida habrá
tocado una maldita mazorca de maíz, nos ha hecho creer a nosotros, los
inventores de la arepa, que sin la harina inorgánica esa que mientan
“precocida” nos moriremos de hambre. El disparate tiene su origen en un crimen
originario, que fue separarnos del país que estábamos a punto de ser, y
empujarnos a la imitación forzosa de un país industrial, urbano y cosmopolita
que nunca seremos. Puede que echándole mucha bola y sacrificando mucha dignidad
a ratos parezcamos neoyorkinos o parisienses, pero nosotros no somos
parisienses ni neoyorkinos sino una caricatura de esas ciudadanías. Nosotros
teníamos un país apegado a la tierra, a unas tradiciones, muchas de ellas
españolas pero por cierto bastante nobles y tiernas, porque estaban dirigidas
al vivir y no al enriquecer a un explotador; teníamos un país en el que la
gente no tenía vergüenza de sembrar unas matas, levantar una casa y coser unas
ropas, pero cuando estalló el boom petrolero y la orden de los dueños de
nuestro petróleo fue emigrar en masa hacia las grandes ciudades y convertirnos
en urbanos, empezaron a darnos asco todas esas cosas.
En 1929 se publicó una novela llamada “Doña Bárbara”, obra cuya metáfora
esencial se nos ha impuesto como emblema de la venezolanidad: hay un ser
salvaje por derrotar (el campesino feo, jediondo a humo y a monte, a sudor) y
un Santos Luzardo que lo domina (el caraqueño blanco, bien vestido y mejor hablado
que no olía a sudor sino a perfume) a punta de civilización y buenos modales.
Menos de veinte años después Caracas pasó de 300 mil a un millón de habitantes.
El citadino de los años 40 todavía era un campesino pero estaba aprendiendo a
vivir conforme a las normas y el ritmo de la ciudad; de esa época data la
aparición en el habla popular de dos dichos lamentables: “Aquí, jodido pero en
Caracas” y “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra”. Entre la Doña
Bárbara de Rómulo Gallegos y la Venezuela protourbana de Medina Angarita un
Luis Caballero Mejías inventó la fórmula de la harina precocida de maíz, y a
los pocos años el derecho de masificar y explotar esta fórmula pasó a las manos
de la familia de Lorenzo Mendoza. El negocio del año: cómo hacer desaparecer
los vestigios de ruralidad para adaptarse a las necesidades del capitalismo
industrial y comercial.
La arepa que no es arepa
Muchos venezolanos, más ingenuos que desinformados, creen que
comiéndose una arepa en una arepera en lugar de una hamburguesa en cualquier
hamburguesería les están siendo fieles de alguna manera a lo venezolano. Pero
el éxito de la harina precocida de maíz es de la misma índole que el de la
hamburguesa: ambas son fórmulas que no le sirven a la gente sino al capitalismo.
En los años 30 del siglo XX, cuando a los genios de Roosevelt se les ocurrió la
idea de preñar de rascacielos a Nueva York y otras ciudades para sacar a EEUU
de la Gran Depresión (ser esclavo albañil se puso de moda, pues miles de
hombres desempleados se lanzaban a la aventura de pegar bloques, vigas y
cabillas por un sueldo miserable, mientras creaban megalópolis de concreto
armado) cobró auge el objeto-alimento más exitoso de la centuria: el famoso
emparedado, un truco tan sencillo como meter la comida dentro de un pan para
efectos de la comodidad y el no tener que bajar 70 pisos de andamios para
sentarse a comer (o evitar caerse por andar manipulando platos, cubiertos y
vasos en esas altitudes).
Mientras el acto de nombrar al emparedado (o sándwich o hamburguesa) obliga al
honesto y correctísimo hecho de referirse al bojote completo, es decir, al pan
y a lo que lleva adentro, con la “arepa” de harina precocida se nos ha empujado
a una cándida y a la vez monstruosa trampa: uno dice “voy a comerme una arepa”,
pero en realidad nadie va a una arepera pensando en zamparse la arepa sola. La
arepa pelá y la arepa de maíz pilado sí fueron el bocado nacional por
antonomasia y sí puede comerse sin relleno alguno, porque son de maíz y saben a
maíz. Pero la arepa de harina precocida no sabe a nada, así que hay que
rellenarla con algo que le dé gusto y sentido. Contra lo que dice Empresas
Polar, la arepa de harina precocida no es el plato nacional, la vedette de
nuestra mesa, la novia esplendorosa, sino de vaina la muchachita que va a tras
sosteniéndole el velo.
Hace poco tuve una revelación en una casa en el asentamiento campesino La
Chigüira, en Barinas. Después que hubimos comido la gente de la casa trajo el
postre; era un plato con tres arepas para compartir entre seis personas.
Estaban frías, pero mi media arepa me supo a gloria: por primera vez en mucho
tiempo me estaba comiendo media arepa de verdad. Los anfitriones de esa casa
(El Mono, Laura) son colombianos.
¿A quién le sirve una “arepa” así?
Lo que llaman “comida rápida” tiene la sospechosa virtud de
ahorrarnos tiempo y esfuerzo, y ese es el mismo concepto que se le explota a la
harina precocida. ¿A quién se le ahorra tiempo? ¿A usted? Póngase a ver: usted
ya no tiene que sembrar, cosechar, sancochar, moler o pilar y amasar el maíz,
pero ese tiempo que se ahorra no lo está invirtiendo en usted sino en cumplir
con el requisito de la puntualidad. El signo distintivo de la gente que
sobrevive en capitalismo es la rapidez; cuando usted sale a las 12 y regresa a
la 1:30 se siente satisfecho, no de haber almorzado sino de haberlo hecho antes
de que el aparato o persona que le vigila el horario empiece a decir que usted
es un irresponsable. Como “el trabajo dignifica” y ser vago es una mancha
horrorosa en su biografía usted termina dándole más importancia al trabajar que
al comer.
Pero el capitalismo ya pensó en eso y no va a permitir que usted se angustie:
para eso creó la vianda o lonchera, ese ataúd contentivo de la “comida” que
usted hizo a los coñazos la noche anterior o el fin de semana, y que, como a
cualquier cadáver, la saca del congelador al crematorio (el horno microondas) y
de ahí a la triste mesa dentro de la oficina, de donde no saldrá para evitar
llegar tarde. ¿Y en la casa, qué? ¿Y mi arepita casera? Ahí tiene el
tostiarepa, un artefacto diseñado para que ni siquiera tenga que tomarse el
trabajo de acariciar la masa y de lubricar el budare.
Cierto que todos o casi todos terminamos aceptando y naturalizando este ritual
inhumano y vejatorio; una sociedad que le da más importancia al trabajo que a
la comida es una sociedad de esclavos. ¿Usted de verdad necesita esa forma de
vida? No: la necesita la empresa, ministerio, fábrica o maquila donde le
exprimen su fuerza de trabajo.
El resto del crimen
El crimen que nos despojó de nuestra cultura en formación
tiene muchos rastros y señales; la clave gastronómica es apenas una de ellas.
Así como los agroindustriales nos convencieron de que el conuco es
prehistórico, cochino, chabacano e indigno, esas y otras hegemonías nos han
inculcado el asco, el desprecio y el temor a las casas de barro (para vendernos
cemento), a la caza y la pesca como cultura cinegética (para vendernos carne de
vaca), a la posibilidad de hacer con nuestras manos lo que en capitalismo hacen
los esclavos. Y así, nos enseñaron también a detestar nuestros olores
corporales (oler a ser humano es oler a mierda: usa jabón y desodorante),
nuestro color (tintes, maquillajes), nuestra forma de hablar (diccionarios,
cursos y policías del lenguaje “correcto” como lo hablan y escriben los
españoles), nuestra música.
Cuando Chávez propuso llenar las azoteas de los edificios de sembradíos y
gallineros verticales la reacción generalizada fue de asco, risa y pena ajena,
porque para unos seudocosmopolitas acostumbrados a la sifrina idea de que sólo
se puede ser gente si se es profesional o intelectual, está bien el orden que
divide a la humanidad en esclavos (pobres), amos (ricos) y parásitos (clase
media). ¿Para qué enseñar a mi hijo a hacer casas si ya hay niños de su edad,
hijos de esclavos albañiles, que se la harán en el futuro? ¿Para qué enseñarlo
a sembrar si ya hay hijos de campesinos condenados a no saber hacer otra cosa
sino regar unas plantas de las que no van a comer porque le pertenecen a la
agroindustria? ¿Para qué enseñar a mis hijos a hacer una mesa o silla o casa si
esas cosas ya las venden hechas, y de polietileno? ¿Para qué enseñarles a hacer
zapatos o pantalones, si cuando sean profesionales van a poder ir a Zara? ¿Para
qué enseñarles a tocar un cuatro o una bandola si por una módica suma aportada
por el Estado puede aprender a tocar violín o corno francés, cosa que da más
caché y es más currrrta que andar tocando tambores? De esto, y no de otra cosa,
está hecha la afrenta del empresario bobo empresario (uno llama “bobos” a
quienes nos someten y nos aplastan a nosotros los vivos, y de paso se
enriquecen con ello, ustedes me entienden) que nos convenció de que la comida
sólo es comida si se compra y se vende masivamente.
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